21 noviembre, 2017

2 Postales de mi tierra: T’ojluluni







Me imagino a Dios, finalmente apiadándose de los sufridos israelitas y diciéndoles: contemplad la Tierra Prometida. No otra cosa pensarás, querido viajero de ásperas ciudades, al observar desde el balcón de T’ojluluni, esa infinitud de verdes colinas y arboledas que bañan el valle de Independencia.

Cuando emprendas el largo viaje a la capital ayopayeña, después de haber atravesado serranías rojas cortadas como a cuchillo caliente, pampas interminables de paja brava y atisbado precipicios de ríos plateados que se pierden en la lejanía; después de haber sorteado cumbres vertiginosas y quebradas de lodos amenazantes; después del paso silencioso por la orilla de pueblos polvorientos y caseríos fantasmas en sitios desolados; tu cansancio, extraño viajero, será recompensado con una transformación brusca de la ruta y del panorama. Notarás las curvas descendentes pero el cambio de ritmo más lento te hará apreciar los matices del camino. 

Tu vista se perderá en sembradíos que irán apareciendo, como las siluetas interminables de eucaliptos que te acompañarán en el resto del trayecto. Fluye la vida en arroyuelos de aguas cristalinas y arbustos multicolores que trepan colinas arriba. Hirsutos perros irán a tu encuentro con alegría y, en los alrededores, ovejas y cabras estarán pastando tranquilamente. Se acerca el final de tu viaje, ya se divisa la última curva que parece inalcanzable. 

De pronto, allí donde la carretera parece que conduce al abismo, en una verdeante hondonada descansa el pueblo de Independencia. Estás en la explanada del cerro de T’ojluluni. Es imperativo detenerse, porque mañana tendrás otra vista y no la verás igual nunca más: contempla lo que los palqueños llaman orgullosamente la “sucursal del cielo”. Allí esperan a los visitantes, a las bandas y otros músicos itinerantes a mediados de julio, en los días de fiesta patronal. 

Abajo te aguardan los frescos maizales y tréboles en flor, las huertas junto al rio Palca, las acequias de pastos olorosos y colgantes sauces llorones, los bucólicos senderos a la sombra de ceibos colorados y evocadores pinares. Hacia el norte, las chacras y prados ceden paso a los bosquecillos de Chullpapampa y Salviani y, más allá, lo casi desconocido, el reino de los imponentes bosques lluviosos de montaña. 

Eso es que lo ofrece T’ojluluni, acaso el mirador natural más envidiable de todo el país. ¿Qué otra mejor bienvenida que esta pictórica estampa de esperanzador paisaje?



2 comentarios :

  1. Apreciado José: leyendo sus bellas- y a veces dolorosas estampas- resulta ineludible evocar los versos del poeta catalán: " Colgado de un barranco/ duerme mi pueblo blanco/ bajo un cielo que a fuerza de no ve nunca el mar/ se olvidó de llorar".

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    1. Ah, si el gran Serrat se topara alguna vez con los paisajes, pueblitos y otros lugares ignotos de nuestra América profunda, sin duda tendría mucho material para seguir obsequiándonos sus entrañables y evocadores cantos.

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