29 abril, 2017

4 Su Majestad el Pejerrey





Oruro era décadas atrás la capital del pejerrey. En las riberas de su alargado lago Poopó, un verdadero mar interior, comunidades uru-chipayas y aymaras vivían enteramente de la pesca. Bien recuerdo que cajonadas de pescado fresco enviaban a ciudades como Cochabamba y La Paz, e incluso llegaban hasta el pueblo de mi niñez, a buenos centenares de kilómetros. Los jueves de madrugada arribaban los comerciantes orureños con mercaderías diversas, entre éstas algunas cajas de madera con pescaditos plateados de olor sumamente penetrante. Yo deploraba toda aquella peste en la casa. Pero en cuanto mi madre, luego de un moroso descamado, los sumergía en la sartén y nos servía a la mesa, comía sin rechistar hasta chuparme los dedos. Crocantes frituras de suave corazón tan blanco que no tenían parangón. 

Muchos recuerdos todavía guardo de mis viajes juveniles a Oruro. Espléndidas meriendas en casa de mis tíos, en las que era normal que sirvieran pejerrey casi todas las noches, preparado de mil maneras por su hábil cocinera, de trenza larga y perenne sonrisa, una extrañeza entre las cholitas aymaras de rostro mayormente adusto. El estómago agradecía aquellas sobrias degustaciones de carne magra y de fácil digestión, considerando la altura y la climatología fría de la urbe orureña. 

Como se sabe, hoy el Poopó es un erial de arena, tierra resquebrajada y desolación. Barcas volcadas en las resecas orillas de blanco salitroso, testimonian que el agua ha retrocedido para quizás nunca más volver. Como huyeron los patos y flamencos, la gente abandonó paulatinamente sus comunidades lacustres. El pescado, prácticamente ha desaparecido de los mercados de la ciudad altiplánica, ahora se lo trae desde el Titicaca y los ríos tropicales de tierras orientales. Acompañando a mi primo esos días de Semana Santa a efectuar la compra, se me iban silbidos de sorpresa al ver los precios en la pizarra: tan elevados que consumir pescado se ha vuelto un asunto privativo, cuando antaño la abundancia permitía que lo consumiese todo el mundo. Y lo peor, que cuando fuimos a buscarlo el sábado, casi todo se había esfumado para el Viernes Santo. No había dónde escoger.

Menos mal que el primo había comprado con anticipación una docena de filetes medianos. Una cantidad rácana, posiblemente llegada del lago Uru-Uru, un lago menor también en serio riesgo de secarse, a las puertas mismas de la ciudad por el lado sur. Como su afilado ojo de chef aficionado estimaba que la provisión no alcanzaría fuimos a por más a un mercado céntrico, donde además aprovechamos para adquirir verduras y otros ingredientes necesarios para un suculento pescado al horno.  Fracasamos en nuestro intento de hallar pejerrey -no había ni rodajas del soso surubí para disimular el asunto-, así que compramos unas pechugas de pollo. Total eran carne blanca, pensábamos. 

Con los ingredientes a bordo, el chef dio inicio a la faena. Su mujer desapareció de la cocina, diciéndome que cuando él cocinaba no se metía para nada. Yo no me lo creía todavía que mi primo, el ingeniero civil, fuese un consumado entusiasta de los fogones y sus secretos. Con razón no había ahorrado detalle en el diseño de su amplia cocina, un conjunto de aire minimalista, con los elementos (fogón, horno, microondas, estanterías) estratégicamente distribuidos que hacían perfecto juego con el mesón de granito negro. Y la iluminación ambarina sutilmente desplegada en el cielo raso aumentaba la sensación de calidez. Daba gusto cenar allí, seguro que sí.

Pues bien, mientras el pejerrey marinaba media hora en caldo de limón, que yo mismo contribuí a prensar, el cocinero cortó aros de inmensas cebollas blancas que junto con tiras de pimentones rojos se puso a sofreír en mantequilla, esperando que soltaran el jugo, al que añadía unos toques de vino blanco para que se impregnara de su bouquet. A continuación añadió los trozos de tomate que con gran esfuerzo había yo pelado. Hervían las papas waych’as de reciente cosecha, con cáscara, que unos minutos más de cocción y se nos deshacían de lo harinosas que eran. Escurrido el limón, sobre una capa de las verduras sofritas se depositaron cuidadosamente uno a uno los delgados filetes del preciado pescado, salpimentado con moderación. Lo mismo, se lo cubrió por encima con otra capa a la que se añadió unas ramitas de cilantro. A esperar veinticinco minutos, entonces.

Mientras tanto, pelamos las papas cocidas y las cortamos en rodajas. Junto al pollo asado, cortado en cachitos que, para ahorrar el trabajo habíase comprado en una rosticería, el chef las puso en otra bandeja, regándolas con queso rallado para que se derritiera con el gratinado. Eran las nueve de la noche cuando llamaron a cenar. Los chicos pusieron la mesa y se los veía entusiasmados con el trabajo del padre, que fue puntilloso hasta con servir personalmente para que a nadie le faltara. A punto de iniciar el ritual, uno de los muchachos preguntó por esa rara carne desmenuzada que acompañaba el pescado; al instante reaccioné diciéndole que era faisán, algo que sólo se degustaba en mesas de reyes y nobles, añadí para pillarle en su inocencia. Pero parece pollo, replicó después de probar; bueno, comételo como si fuera auténtico faisán, le respondí ocultando una sonrisa burlona. Nos echamos unas risas mientras devorábamos bocado a bocado aquel inédito plato de autor, que por razones merecidas bauticé como Pejerrey a la Luchín. Juro por mis andanzas culinarias que jamás he probado carne más delicada, tierna y sabrosa que un buen filete de pejerrey horneado. 

Mi primo me dio el tiro de gracia sacando un Riesling de la nevera, varietal desarrollado por la casa Campos de Solana, quedándome gratamente pasmado de que nuestro paisito produciese tal cosa. Desde ya su tonalidad amarilla tirando a dorado y su aroma intenso a frutas me despertaron las ansias de probarlo. Delicioso elixir con toque ácido que me recordaba a gallardos cavas de la lejana Cataluña. Al día siguiente, domingo a mediodía, me despedí con dolor de mis solícitos anfitriones. Que me dejaba el bus, y que no había tenido tiempo para dar fin a los últimos rescoldos de esa inolvidable cena. Por eso era el dolor.



24 abril, 2017

5 Mi reencuentro con Raúl Shaw Moreno


Había vuelto a la altiva ciudad de Oruro después de cinco años. A sus aires que azotan los pómulos de los forasteros y a sus cielos de azul intenso. Y a recorrer sus mismas calles, con su sempiterno aire de abandono. Sus fachadas macilentas dan fe de ello, empezando por el bloque moribundo de la terminal de autobuses que parece enamorado de su verde pálido y resquebrajado. Álamos de copa redondeada salpican a ratos la monótona uniformidad de las aceras. De clima duro, aquello parece milagro en medio de las ventiscas que sacuden una y otra vez el altiplano. La vida se abre allí a puro coraje.

Inverosímil que una tierra tan yerma haya procreado al artista más grande, al boliviano más universal. Sin montañas inspiradoras, sin arroyos ni ríos que perseguir. Solo bocaminas que escupen lentamente la sangre ácida de sus entrañas. No hay nada allí, ni quirquinchos escondidos en la arena. Y, sin embargo, de aquel páramo sin apenas abrigo surgió la cálida voz del bolero. Y con su canto a liberar las noches de su fría opresión, cual obstinado romancero.

A don Raúl lo conocí cuando apenas era yo un crío que no llegaba a la década. El pueblo de mis antepasados se debatía entre las penumbras, aquellas gozosas penumbras que nos permitían jugar a las guerritas entre los “patacalles” y los “uracalles”. Por toda luz sentaban presencia unos cuantos postes de tubos fluorescentes que pálidamente señalaban el empedrado entre el internado de la Sede y la iglesia. El trayecto que una monja alemana seguía casi todas las noches junto a sus cholitas internas para ir a oír misa.

La Sede, con sus jardines y extensos conjuntos de habitaciones, coronaba una suerte de colina. Desde su explanada veíase todo el pueblo, y de sus oficinas salían a menudo los avisos por altoparlantes a la comunidad. El operador tenía la buena costumbre de poner música a manera de introducción. Uno de los parlantes había sido estratégicamente colocado en las alturas de un imponente eucalipto que ya no está. Nuestra casa no estaba ni a media cuadra de aquel sitio. Imaginen el solaz que me producía aquella polca inmortal interpretada por ese cantor sin nombre, al que juzgaba yo como extranjero. El acompasar grave de la guitarra y el sonido de la aguja del tocadiscos se oían tan nítidos que todavía los atesoro en el alma.

Arribó la luz eléctrica, luego la FM, la encarceladora televisión. Se acabaron la magia y las noches de ensueño. Y don Raúl volvió a las sombras, a los polvorientos cajones del olvido. Ya se encargaría la radio de difundir mensajes a cualquier hora, con inevitables voces impostadas.

Casi tres décadas después, don Raúl me esperaba, también en lo alto de una colina. Casi relegado al fondo, a pasitos de unas rejas. Como si fuera un extraño invadiendo el morro de Conchupata, dicen que histórico porque fue allí que izaron la primera tricolor boliviana. Inexplicable monumento el del músico cuyo sitial debería estar mejor emplazado, quizá en la entrada del aeropuerto, para dar la bienvenida a los viajeros, extrañados a primera vista de haber llegado a ninguna parte. Esa guitarra los consolaría y esa inigualable voz haría el resto.


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Para su consideración, otras canciones: 



18 abril, 2017

7 Mi ‘vía crucis’ por los 12 platos de Semana Santa



Parecía sopa de papapica pero no era tal

Como bien saben mis parientes de Quillacollo y Vinto, yo jamás voy a provincia, y eso que ambos sitios están a escasos kilómetros. Mucho menos iba a dar el salto a otro departamento. Pero, de todas maneras, me fui para Oruro el último fin de semana por una poderosa razón. Una oferta que no podía rechazar. Miren qué sacrificio el tener que tragarse más de doscientos kilómetros por un bendito plato de comida, ¡doce! más bien, rezaba la oferta que me hicieron unos días antes. 


Ante la perspectiva de pasar hambre como un auténtico católico, con rostro mustio y desencajado, sabrá dios por el ayuno o por asumir en carne propia el sufrimiento del nazareno; si me quedaba varado en casa, casi obligado a padecer insufribles películas bíblicas en la televisión para pasar el rato, me hubiera tenido que conformar con atún y espaguetis. Porque, señores, la hipócrita religiosidad de tanta gente me sumerge en un extraño sopor y tedio de los que es difícil escabullirse. No habría ni dónde arañar algo de buen comer porque casi toda la parentela se largó para el campo, aprovechando el largo feriado.   


Visto así, hubo que poner patitas para la terminal de buses, madrugando (primer sacrificio) para ir a conseguir un asiento. El sitio era un hervidero de gentío, y los operadores de las flotas cobraban a su antojo. Tuve que desembolsar el doble de las tarifas establecidas, con inevitable resignación, porque el imperativo era llegar a destino a la hora del almuerzo, o me iba a quedar con los crespos hechos. Si eso es lo que cobraban por un feriado normal, me preguntaba cuánto esquilmarían a los ansiosos devotos de su celebérrimo Carnaval. Así que puede seguir esperando su “fastuosa entrada folclórica” que la visite algún día. 


Creyendo que era pan comido, fui a abordar el autobús asignado y cuando me aprestaba a tomar asiento me topé con que otro pasajero tenía el mismo número pero boleto diferente. Extrañado, fui a reclamar a la caseta donde me vendieron el pasaje. Grande la sorpresa cuando el encargado me dijo que el bus (mi bus) que ya salía era de Coral S.A. y lo que me había vendido era de Coral SRL., o algo así, y tenía que tomar el vehículo correspondiente en otro carril. Gran diferencia, con la misma caseta para dos tipos de facturación, uno a mano y otro electrónico, para dos empresas supuestamente independientes. Y así quieren promocionar el turismo internacionalmente. Puede seguir esperando su celebrado Carnaval, mi orgullosa declinación.


Ya pasaban algunos minutos de la hora de salida y el carril donde llegué presuroso estaba vacío, me temí lo peor, conjeturando que se habían ido sin mí. Menos mal que aparecieron otros pasajeros y la calma me volvió al cuerpo. Preguntando, pude saber que habían experimentado la misma confusión con los boletos. Y el dichoso bus no se presentaba. Media hora después, efectivamente pintado del mismísimo color que el que vi partir en hora puntual, llegó uno a recogernos. Habían ido a cargarle combustible, escuché un comentario por ahí. Pueden seguir esperando la “tierra de amor y de Carnaval” y la “Mamita del Socavón” que las visite durante esos fantásticos días.


Abordé, dispuesto a relajarme con la lectura de algunas crónicas para hacer más llevadero el trayecto. Era la primera vez que me subía a uno de esos, dizque cómodos, autobuses de dos pisos: si bien para estirar los pies el espacio era más que suficiente, pero inexplicablemente los reposabrazos eran estrechos, aun para una persona medianamente delgada (como en mi caso). La división entre los dos asientos, lejos de brindar comodidad a los pasajeros aumentaba la sensación de encierro. Pobre de la gente con sobrepeso o caderas anchas, porque tiene que encajar entre esas horribles barras sin posibilidad de maniobra. Yo nunca he tenido problema en viajar codo con codo con extraños y tal innovación me ha parecido un despropósito. Tales habían sido las ventajas de un bus “panorámico”, para lo que sirve mirar interminables montañas de ocre pálido y continuos desvíos por tramos donde se efectúan trabajos de ampliación, mientras se cuela en la cabina el inconfundible aroma del polvo fino. De querer concentrarnos en la lectura ni hablemos, porque el traqueteo hacía temblar la mano infaltablemente.


Tras cinco horas de agotar el culo de cansancio, finalmente arribamos a destino. Menos mal que la hospitalidad orureña compensa con creces las peripecias de semejante odisea. Sin tiempo de abrir maleta y estirar los miembros entumecidos, fui conducido de inmediato a una alargada mesa. Como si me leyeran el pensamiento. En cuanto mi primo me presentó como su primo a su familia política fui tratado como uno más. A fe mía que me sentí de igual manera, siendo yo reservado por naturaleza. Sin tiempo que perder, me animaron a comenzar con el ritual del almuerzo. 


Comenzamos con una ligera sopa de papas y verduras (desafortunadamente no recuerdo bien el nombre) a modo de entrada; mi estómago adormecido agradeció la sencillez de ese iniciático caldo. Luego pusieron bandejas con ají de papalisa y queso (muy distinto de nuestra sajta valluna) y un raro menjunje que bautizaron como locro de zapallo. Ya podía uno escoger entre ambos guisos o efectuar una combinación para paladear sensaciones. En la pausa de la amena charla, uno de los yernos nos servía vino, detalle que agradezco infinitamente. Me sentí en mi salsa con la bonhomía de aquella numerosa familia. Hasta los nietos mostraban –en su respectiva mesa-un respeto único que se traducía en un comportamiento sosegado pero a la vez alegre. 
 
Ají de papalisa
Locro de zapallo

Cuando trajeron el ceviche de pejerrey y camarón, en coquetas copas de vidrio, mi rostro se iluminó al instante. Años ha que no probaba un manjar de este estilo. Benditos sean los peruanos sólo por eso. Fue llevarme a la boca una cucharilla de tan soñado elixir y mi cerebro fue inmediatamente bombardeado por sensaciones agridulces, nunca mejor dicho, entre tonos de limón y naranja. La acidez del bravo caldo era sutilmente acompasada por el dulzor del camote, a modo de baile de sabores. Nunca mejor combinación. Por su parte, los camarones aportaban neutralidad para acometer con fluidez el siguiente bocado. Daban ganas de repetir pero había que reservarse para un desastroso (por la pinta) pastel de fideo que, hechos los honores de probarlo, resultó ser una deliciosa fusión de queso y ahogado de verduras, muy escondidos en el centro del horneado.  
 
Ceviche de pejerrey y camarones
Pastel de fideo

Rematamos la faena con el arroz con leche, de manual en estas fechas, preguntando sarcásticamente a la autora del postre que dónde estaba el coco rallado. Muy exigente estaba yo a esas alturas, preguntando también por los restantes seis platos que mi primo me había prometido. Era un decir, porque me encontraba plenamente satisfecho y seguro que los demás comensales también. Por toda respuesta, recibí un olímpico y contundente golpe bajo de mi primo diciéndome que, efectivamente, podía degustar los famosos 12 platos de Semana Santa, que todo era cuestión de repetir. Quedé mentalmente noqueado y cariacontecido mientras apuraba mi última copa de vino. Menos mal que mi primo se reivindicó al día siguiente, con paso de parada. Pero eso será motivo de otras parrafadas. 


Ya puede quedarse el “majestuoso Carnaval” con su rimbombante título en el aire que de aquí no me muevo. Pero por otros sabores seguro que vuelvo, aunque sea mañana mismo. Entretanto, ¿qué será del ají de lacayote, de la carbonada de zapallo, del ají de bacalao, del pastel de pan,  y de los otros manjares (sin carne, como manda la tradición) que completarían la docena? ¿O habrá que buscarlos en otras partes el año que viene? Se viene otro calvario personal, me temo. Si es así, ¡con todo gusto!
 
Arroz con leche

11 abril, 2017

4 Banquete dominical



"Pollo a la disco", una suculenta invitación en la entrada

Menos mal que los diachakus se hacen esperar trescientos sesenta y cinco días. Menos mal que mis amigos no alcanzan ni para un equipo de fútbol, porque, ¡tatitos!, andaríamos rebotando de farrillada en farrillada, o situación similar. Inevitablemente, perderíamos el aspecto atlético de los años mozos para parecernos a la silueta de un zapallo. Aquello acarrea la globalización, entiéndase bien. 

Sin embargo, incurables que somos, nos citamos nuevamente para ejercitar el noble deporte de la mandíbula. Unos días antes hicimos los honores a la salud de un amigo, no con vino griego, pero digno vino. Al calor de este habíamos quedado para salir a almorzar el fin de semana. En la repetición está el gusto, se anda pregonando en esta tierra del gran comer. Había que comprobarlo, pero en otro sitio.

Quedamos reunirnos, en casa del amigo, media hora antes del mediodía. Lo que son las cosas, alguien estaría rugiendo de hambre por no haber desayunado para desembocar directo en una mesa donde cerca humea una paila de chicharrón. Algunos apenas habrán salido de misa para rezarle a san fricasé o santa ranguita antes de las campanadas de las doce. En este valle de las mil cocinas había que adelantarse a otros para no quedarse con el plato vacío. 

Llegamos unos minutos después de las doce, no sin antes perdernos en algunos laberintos de calles innominadas y construcciones a medio hacer. Preguntábamos a los lugareños por el mítico Los Molles, preguntándome yo dónde estaban los molles para siquiera orientarnos como las banderitas blancas de los aqhallanthus señalan las chicherías. Por fin, en una esquina escondida había un tímido cartel colgando del tronco de un molle solitario, muy venido a menos por el polvo circundante. Tal vez sea mejor que los mejores sitios donde ir a merendar, sean difíciles de localizar. Esperaba no equivocarme. 

Un espacio regular, no más grande que una casa familiar, y con plantas naturales alrededor es casi siempre una buena señal (es inaudito que en la “ciudad de la eterna primavera” muchos restaurantes decoren sus ambientes con plantas de plástico). No muchas mesas y con espaciados pasillos facilitan la tarea de los meseros y no agobian a la clientela. En suma, había allí debajo de esa sencillez de techumbre de calamina y vigas desnudas una sobria y ordenada disposición de los elementos. Marketing puro e intuitivo, comenzando por las ollas de barro etiquetadas con nombres de los guisados, que en hilera reposaban sobre unos calentadores individuales. Dos chicas que servían con educada amabilidad preguntaban a los comensales en fila el plato de su predilección: ya podía uno decantarse por una sopa de quinua, ranga de panza o fricasé como entrante, y a continuación elegir entre mondongo, habas pejtu, ají de papalisa, ají de patitas, ají de lengua, chicharrón de cerdo, etc.; acompañados de guarniciones y ensaladas variadas.


Descubrí que una sopa de maní salpicada con cilantro picado (en vez de perejil como se acostumbra) es un disparo directo al nervio olfativo, como embriagante droga; luego, el resto de la boca, las papilas gustativas, el paladar se contagian de ese ímpetu. El truco es no combinar demasiados sabores ni comer de todo, tal como invita el anzuelo de cualquier buffet. Comí apenas tres platos: un cuenco de sopa y dos segundos nada colmados. Quedé satisfecho sin ganas de reventar. Mesura ante todo. Los amigos me miraron algo extrañados por mi incapacidad de engullir. Casi me avergoncé por no ser un buen cochabambino. 


Por ponerle algún pero al asunto, el postre de buenas a primeras no era el indicado, porque no casaba con el espíritu “criollo” de la casa; no se puede ofrecer gelatina común o flan de sobre como a los pacientes de un hospital. Un helado de canela, una gelatina de patitas, un tojorí frio, un budín de quinua, o cualquier otro preparado artesanal cerrarían con gallardía el asunto. 

Esito sería todo.






05 abril, 2017

4 De fricasés y fracasos




Ayer, mi mejor amigo estuvo de cumpleaños. Nos sentamos a su mesa a compartir un almuerzo. Éramos solamente cuatro gatos los invitados, pero de apetito feroz. Dependiendo de las circunstancias, repetiríamos, fijo. Parecíamos los Cuatro del Valle en versión amistosa, por lo de amigos, claro. De la misma tanda, estamos a una vuelta de alcanzar los treinta y diez -mal parafraseando a Sabina-, unos más cerca que otros, como yo, a escasos cinco meses de estrenar una nueva década, la más turbulenta según diversas fuentes. Y aun no me he estrenado como padre. ¡Qué más da!, pero a algunos en derredor les preocupa. El mundo está demasiado abarrotado, flaco favor le haríamos con más bocas que alimentar. Reflexionábamos sobre ello. 

Al final, quedábamos en un empate: dos ufanos padrecitos presumiendo de sus primeros vástagos, varones para mayor satisfacción. Les doy la razón, un motivo de alegría son los escuincles. Y verlos crecer, seguramente. Como arrinconados por tan irrebatible argumento, los otros dos, podríamos argüir que si bien no éramos ningunos papás pero para algunas féminas éramos todavía unos papacitos. Como para hervir de orgullo. Casi una puerilidad.

En torno de una mesa, cuatro alegres bohemios, que diría cierto brumoso poeta, brindábamos a la salud de nuestro camarada, después de hacer los honores a un excelso fricasé, marca de la casa. Para sosegar la sobremesa, agotamos un par de botellas de tannat (un vinoso palíndromo de altura donde los haya) mientras desatábamos vivencias y recuerdos para no sentir la marca del tiempo. Padres solteros todos (unos de sus retoños, los otros de sus vicios), y como no había warmis a la vista, naturalmente íbamos a hablar de ellas, entre otras cosas. Pululaban las risas pero también nos sacudían ráfagas de inocultable tristeza. A intervalos, arrebatos de silencio y golpeteos de dedos en la mesa. En eso Neruda tenía razón, en que las mujeres se parecen a la palabra melancolía. Es lo que tiene el vino, en cuanto calienta las orejas. Y la cabeza.

Desde luego no fue ningún “fracasé” el manjar, como suele suceder si la sazón no colma las expectativas. Repetimos la ración, lógico, se venía venir: y cómo no iba a estar suculenta una laboriosa preparación que inicia con el adobo de carne de cerdo (de preferencia, costillitas) entre diversas especias de ultramar, ajíes de la tierra y buena mano de la cocinera. El gusto sobrio del maíz blanco pelado atempera, neutraliza si se quiere, la fogosidad, la potencia del caldo que no por nada es el favorito para curar la resaca, aseguran. Mientras sibaritas y resacosos se enfrascan en discusiones acerca de sus mágicas propiedades, yo me quedo con la apreciable ternura de la carne y, sobre todo, con la inembargable sensación terrosa de unos crujientes chuños o tuntas tan grandes como papas runas para acompasar la sopa. He ahí el gusto adquirido. Lo demás son milongas.


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PS: Y ahora sí, los verdaderos Cuatro del Valle para justificar la alusión: qué será, que uno tiene ganas de convertirse en Michael Corleone fulminado de amor en un paraje rural de Italia.
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