14 diciembre, 2016

2 Api, una delicia púrpura


Ya que estos días al cielo se le ocurrió, por fin, desatarse; había que celebrarlo de alguna manera. Después de tantos meses asoleados inmisericordemente, los primeros chaparrones supieron a inexplicable obsequio, a don del caprichoso destino. Es un alivio que el exiguo jardín se vea marrón después de absorber un buen charco y el césped maltrecho tenderá a recuperar. Hace frio, pero qué rejuvenecedor frio. Cuando te has atiborrado de aire seco y caluroso durante medio año, el frio cargado de humedad es un soberano placer que entra a ráfagas por la nariz. Arcilloso barro, olor a pasto que desprende la planta del zapato, el aroma que escapa de alguna chimenea de cocina, todo se potencia al máximo después de que la lluvia se ha llevado la polución a otra parte. Ahí es donde siento hambre y por sobre todo, antojos. La embriagante evocación de una jak’alawa humeante al mediodía, por ejemplo. Pero como la cosecha de choclos se está haciendo esperar, toca hacer de tripas corazón y aguardar que lleguen en abundancia para que moderen los precios. Mientras tanto, a saborear otra cosa.

No hay nada mejor que disfrutar los días lluviosos con lawas (cremas) y mazamorras de cualquier tipo. El cuerpo se presta gustoso para los caldos espesos y para los desayunos cálidos y copiosos. Esta mañana, aprovechando el clima friolento, me di a la tarea de destapar frascos que languidecían en la alacena. Buena ocasión para romper la rutina y dejar de seguir cascando huevos en la sartén, también era hora de darle descanso a la cafetera. Olla con agua a hervir mientras dejaba caer unas ramitas de canela, clavo de olor y unas cuantas cascarillas secas de naranja. Era de una sencillez apabullante todo aquello que todo lo difícil vendría después con remover la olla y ya.

El api, nuestro venturoso api es una especie de mazamorra dulce, consumido habitualmente en todo el invierno, mayormente en el desayuno pero también en las noches en que bajan las temperaturas. Sin embargo, es cosa de todos los días encontrarlo en cercanías de la terminal de buses y allá donde se establezcan paradas interprovinciales de micros y camiones. En las madrugadas compite con el jugo de linaza limonada, también caliente, para ‘calentar motores’ y calmar la ansiedad de los viajeros. Se ha hecho costumbre, asimismo, que en las noches de Semana Santa y de las numerosas fiestas patronales, se instalen unas alargadas mesillas en las inmediaciones de los templos para tentar a los paseantes con sus aromas a buñuelos y “pasteles”, dorándose en aceite hirviente, que son el acompañamiento perfecto para unos suculentos apis bicolores (yo los prefiero siempre morados), servidos en vasos largos de vidrio como manda la tradición.

Puntualización aparte merecen los vistosos “pasteles” que son unas gigantescas empanadas, más llenas de aire que de queso, elaboradas con singular habilidad para que se inflen sin que estallen. Una vez abiertas, el efluvio que escapa del queso derretido es una explosión de sensaciones inmejorables. Se perdona que el resto sea una delgadísima capa de masa frita, pero igual para chuparse los dedos, como suelen hacer algunos niños con sus manitas empolvadas de azúcar impalpable, que a menudo recubre estas golosinadas frituras.

Como yo no tengo ni la mínima idea de siquiera retorcer los bordes de estos endemoniados pasteles, he de conformarme con vulgares empanadas compradas al paso de una panadería. Pero el resto del esfuerzo (el api) es bien casero y mérito mío, si bien vale reconocerse como tal la media hora que pasé entre hacer sonar ollas, alistar los ingredientes, y mezclar la harina del maíz en agua fría aparte, para que no me traicionen los grumos, truco que se aprende de los mayores para cualquiera de estos preparados que, no obstante, siempre hay cabezaduras que olvidan el detalle.

Pero, ¿por qué es el maíz Kulli (que va desde el granate al morado oscuro) el preferido de entre tantas variedades? Salta a la vista, de entrada, que el api amarillo o blanco siempre serán opacos y menos atractivos para el subconsciente primordial. Lo otro es cuestión de sabor o, más bien, de texturas: el api morado reúne el suficiente dulzor y esa necesaria acidez (sazonada por la cáscara de naranja) que impiden el empalagoso efecto de un budín, por ejemplo. Su ligera aspereza al pasar por el paladar acentúa el regusto agradable del cereal, sabe a maíz todo aquello y morder un clavito de olor supone la exaltación del delicioso contraste. Ni muy líquida ni muy espesa, así es nuestra nacional mazamorra de los tonos purpurados. ¡Qué viva mi api, maypillapis!





2 comentarios :

  1. Apreciado José: ya decía yo que andaba usted tardándose con su antología de delicias culinarias, que vienen a ser algo así como el santo y seña, el sello de identidad de un pueblo.
    Lo de eos " pasteles" llenos de aire- que bien podrían llamarse ilusiones- me lleva a evocar unos dulces que en Colombia llamamos suspiros: basta con llevárselos a la boca para que se disuelvan en la lengua... o en la nada, va uno a saber.

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    1. Ah, qué más quisiera yo que seguir antologando lo que me voy zampando, pero resulta que en los últimos meses las ocasiones para degustar delicias han disminuido sustancialmente, por decirle que ahora estoy comiendo como un normalito, nada que resaltar, como si estuviera a régimen. Menos mal que se acerca la Nochebuena y hay esperanza de buena comida. Aquí tenemos también los ‘suspiros’, pero si mal no recuerdo, son galletitas de claras de huevo.

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