16 noviembre, 2016

2 Linchamientos, otro deporte nacional



Repaso las estremecedoras imágenes y se me vienen a la cabeza escenas de la escalofriante película británica The Wicker Man. Aquellas fueron en el ámbito de la ficción. Estas que las tengo frente a mis retinas son la cruda realidad. Ver a toda esa gente indiferente, con toda la calma del mundo (sin apenas muecas de repulsa o consternación), algunos con los brazos cruzados, otros tranquilamente sentados en las graderías y mirando de costado a cada rato todo el asunto. Un joven revisa la pantalla de su celular como si estuviera en un partido aburrido de fútbol. Entre las personas adultas hay niños o menores que contemplan con curiosidad el espectáculo.

Pareciera que se está quemando un muñeco de paja a un costado de la cancha. Y toda esa gente, mira con muda fascinación lo que en otras partes del planeta provocaría horror y hasta llanto. Sólo falta que se pongan a chupar helados como en una auténtica feria itinerante. Nadie parece preocuparse por marcharse ante tan macabra situación. Nadie suelta una lágrima por esos restos humeantes. No es una alimaña la que se consume ahí, sino lo que antes fue un ser humano, al que prendieron fuego unos lugareños cual si se tratase de un tronco en plena faena de chaqueo o desmonte.

El robo de una motocicleta había sido el motivo para cometer una salvajada tan cruenta. Un sospechoso que estaba detenido en un recinto policial fue sacado a la fuerza por una multitud y luego conducido al estadio de Entre Ríos, en pleno trópico cochabambino, donde un grupo de pobladores lo tumba al suelo y ya maniatado lo golpean brutalmente mientras el hombre clama por su vida, según se puede ver en un video casero. Luego las fotos testimonian el terrible desenlace, con el cuerpo exánime y humeante y la muchedumbre observando alrededor.

Este reciente caso del supuesto ladrón quemado vivo, recrudece la ola de linchamientos que periódicamente sacude al país. El pasado sábado, en la localidad de Reyes, en el departamento amazónico de Beni, un acusado de violación y asesinato de una niña fue sacado de una comisaría, ante la impotencia de los escasos policías, para lincharlo en la plaza principal, arrastrándolo semidesnudo cual bestia y finalmente fue colgado de un árbol. La ciudadanía aun no se recuperaba de la conmoción cuando hace dos semanas unos pandilleros rociaron con gasolina a un joven de 17 años al que abandonaron agonizando con terribles quemaduras en un descampado, muriendo poco después en un hospital de Cochabamba, caso que había impactado sobremanera porque nunca antes menores de veinte años habían actuado con tanta saña y frialdad; y ahora de nuevo, la población volvía a estremecerse con estos dos crímenes horrendos que sucedieron con menos de tres días de diferencia.

Esta es una de las terribles consecuencias que ha traído el tan mentado Proceso de Cambio que lidera Evo Morales. Ciertamente, las causas pueden atribuirse a muchos factores estructurales como: pobreza y subdesarrollo, pésimo nivel educativo, corrupción de la justicia, ausencia o debilidad del Estado, taras culturales, supersticiones y otros atavismos, etc. Pero conviene detenerse en dos variables especialmente sensibles y cuya mayor responsabilidad son atribuibles al régimen gobernante: la crisis de la justicia ordinaria y la legalización de la mal llamada “justicia comunitaria”.

Si bien durante los gobiernos neoliberales, el poder judicial ya presentaba problemas de credibilidad, sin embargo, los linchamientos eran muy escasos, porque en el fondo había temor ante el efecto disuasorio de la ley. Con la llegada del régimen masista todo el ordenamiento jurídico se vino abajo, bajo sus pintorescas pero irresponsables reformas (como la insólita elección de magistrados por voto popular que no fue tal), persiguiendo el cometido ulterior de tener maniatados a los otros poderes del Estado. El resto vino por añadidura, con la alta magistratura controlada, el régimen hizo limpieza generalizada de jueces y fiscales con la excusa de luchar contra la ineficiencia, para a continuación llenar las vacancias con gente militante. El resultado no podía ser más desastroso y la corrupción alcanzó niveles nunca vistos, con jueces y fiscales actuando con total impunidad, muchas veces conformando mafiosos consorcios con bufetes privados, que entre otras actuaciones, negocian penas para los delitos o directamente extorsionan a los litigantes. Fuera de eso, todavía es una constante la liberación de criminales peligrosos bajo insólitas interpretaciones jurídicas, la amistad vergonzosa de jueces que acuden a fiestas con reos en las cárceles y otras conductas reñidas con la ética. Por si fuera poco, el nivel de incompetencia es tal que no faltan los casos aberrantes de funcionarios que actúan como operadores de justicia ¿recuerdan el caso de un fiscal que acusó a un perro de violar a un niño? Con estos antecedentes, prácticamente nadie confía en la Justicia y menos en sus venales burócratas.

Pero el puntillazo para ahondar la problemática vino con la aprobación de la ancestral justicia originaria, elevándola legalmente al mismo rango de la ordinaria, provocando situaciones de confusión, solapamiento y hasta problemas jurisdiccionales. Se actuó de manera negligente, a título de reivindicar los “saberes” y “usos y costumbres” indígenas en materia de justicia, sin delimitar sus alcances y sin tener siquiera una reglamentación clara que orientara a sus operadores. En consecuencia, los movimientos sociales y otras agrupaciones se sintieron legitimados para cometer todo tipo de fechorías a nombre de justicia comunitaria. Bastó un caso de “juicio popular” para que cundiera el ejemplo por todo el Estado Plurinacional.

Desde entonces, especialmente en las zonas rurales, pueblos y ciudades intermedias, se han venido produciendo periódicamente linchamientos casi siempre con muertes ante la tardía reacción de la policía o al verse rebasada por las turbas violentas. No sólo los ladrones y otros sospechosos han sido ajusticiados de manera espantosa, sino que también funcionarios y policías corrieron con la misma suerte. Fueron casos muy notorios, el asesinato de un alcalde de Ayo-Ayo quien fue golpeado y quemado vivo por un grupo organizado por sus rivales políticos; asimismo, el linchamiento de cuatro policías en Epizana, hace varios años, por andar investigando conexiones de narcotráfico en la zona.  

El trópico cochabambino, bastión político del Gobierno, se ha convertido desde hace mucho en tierra de nadie, donde reina la ilegalidad, el narcotráfico y otros negocios ilícitos como la compraventa de autos indocumentados. A ello va aparejado los ajustes de cuentas entre narcos y los ajusticiamientos por mano propia ante la pasividad del Estado. Se han dado casos de terrible crueldad, sometiendo a algunos sospechosos a las picaduras de las hormigas de palo santo, supuestamente para escarmentar a los delincuentes. Gente foránea, que por algún motivo fortuito circula por esos lugares, corre el serio riesgo de ser linchada bajo cualquier pretexto.

Este es el país que los propagandistas del régimen andan promocionando como referencia mundial en aspectos de inclusión social, derechos de los indígenas, empoderamiento de las clases populares, justicias alternativas, y otras propuestas supuestamente aleccionadoras. El mundo nos toma como modelo de estudio, por las profundas transformaciones sociales y económicas, por el cambio de paradigmas amparados en el respeto a la Vida y armonía con la naturaleza; machacan a menudo sus numerosos vocingleros.

Pero la realidad dice otra cosa. Vivimos más bien en tiempos oscuros, donde el Estado de derecho es sólo un enunciado, donde en todo momento campea a sus anchas la criminalidad, con pueblos enteros tomados por el narcotráfico y el contrabando. Época violenta de inaudita crueldad, de retorno a la barbarie, del renacimiento de los instintos más tribales, como si retrocediéramos siglos en el tiempo. No solamente habíamos sido los subcampeones continentales en corrupción (solo superados por ese no país llamado Venezuela), sino que me atrevería a afirmar que somos el país más brutalmente linchador, en proporción al número de habitantes, de toda Latinoamérica. Esa es la cruda realidad, pese a quién pese.



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PS.- He aquí una magnífica crónica sobre un caso similar, reconocida y premiada internacionalmente, que arroja más datos al respecto.




2 comentarios :

  1. ¡Qué panorama de oprobio! apreciado José. Todos los instrumentos de interpretación se quedan cortos ante tamaña capacidad para el mal. Porque estamos hablando del mal en estado puro, más allá de teorías de orden sociológico o antropológico.
    Pero hay todavía más : para estar a tono con los tiempos, el ejercicio de la maldad se convirtió en espectáculo de masas, como lo prueban, ya no la indiferencia, sino la complicidad y el entusiasmo de esos retorcidos testigos, capaces de tomar fotografías y hacerlas circular a través de las redes sociales para diversión - ya que no estupor- de otros consumidores de horror tan alienados como ellos.

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    1. Usted lo ha precisado bien, estamos ante la expresión del mal en estado puro. No otra cosa explica esa naturalidad con que se cometen estos espeluznantes crímenes, ni siquiera les preocupó a los asesinos que alguien los estuviese filmando, seguramente convencidos de que estaban haciendo el bien. Me imagino a estos “justicieros” retornando a casa con la satisfacción del deber cumplido, cual si hubiesen librado a la comunidad de una alimaña. Y uno se pregunta si podrán dormir después de mancharse las manos de sangre. Seguro que sí, no hace falta adivinar.

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