Uchu palqueño, un auténtico "levantamuertos". |
El sábado pasado me invitaron al cumpleaños de
un sobrino que alcanzaba la cota de catorce pepinos y casi la altura de su
padre. Con los gallos aflorando en su voz había pedido un plato muy especial
para su diachaku. De sopetón, ya
quería ser adulto el muy fresco: a cucharadas. La expectativa de un suculento uchu me había hecho salivar días antes,
por ningún motivo iba a faltar a la cita. Hay promesas que hacen que se sienta
la vida.
Nada había sido casual. Un patio trasero
todavía oliendo a pasto recortado. Un horno de barro en una esquina y adjunto
un fogón de leña. Esa vista: unas ráfagas de memoria y retorno a la niñez, a
los ñaupa tiempos. Toldo y mesas de
alquiler con manteles blancos y sobremanteles celestes: el homenajeado había
sido raro como su tío, otro perdedor aurorista en medio de una familia de
bolivaristas que lo ganan todo y wilstermanistas rayados los menos. Una torta
decorada con crema celeste y el escudo del equipo fue el colofón para despedir
a los críos. En la familia, los simpatizantes del Aurora cabemos en una mano. Mejor.
A lo que íbamos. Con estómago rugiente asomé
las narices por ahí. Un chuflay (pisco nacional, hielo, Sprite y rodaja de limón)
como aperitivo a modo de espera. Hasta el clima acompañaba con cielo bastante
nublado pero sensatamente tibio. Al poco rato sirvieron los platos humeantes
del divino uchu, la sopa de dios por
el regusto y la del demonio por su laboriosa preparación. En la antigua Palca (la
comarca de los antepasados), hoy Independencia, era costumbre y todavía sigue
siendo, preparar en la festividad religiosa de Todos Santos dos platos
específicos: uchu y sopa de maní, que los familiares de un difunto solían
enviar a sus amistades en esos portaviandas de fierro enlozado, a la hora del
almuerzo. El otro día vi uno de esos trastos antiguos que todavía conservaba en
la base unas letras borrosas con la leyenda “Made in Czechoslovakia”, y casi
lagrimeo de emoción, pues de chico se me hacía agua la boca con sólo ver a cualquier
paisano llevando sus viandas a alguna parte. Creo que hasta adivinaba qué
comida llevaban escondida. Antes de que los dichosos tuppers chinos de plástico lo inundaran todo.
Los palqueños (nadie sabe si habrá que llamar
“independentinos” o “independencieros”, ni a nadie le preocupa) han extendido
la costumbre de cocinar el citado picante al tiempo que se manda celebrar la
misa de cabo de año del difunto, invitando a los participantes a un almuerzo a
modo de despedir el duelo. Curiosamente, por extraña razón, algunos vivos se festejan
el onomástico con este manjar destinado a la memoria de los muertitos. De ahí
que sorprendía doblemente el singular antojo del sobrino: el uchu palqueño es
sumamente picante, que prácticamente sólo los adultos lo degustan y además en
caliente, para mayor suplicio y copiosas sudoraciones de no pocos. En frio es
desagradable como cualquier otra sopa.
En los pueblos de Aiquile y Totora tienen un
preparado similar llamado Uchuku,
servido con guarnición de papas, arroz y chuño, podría decirse que se parece
bastante al picante de gallina. El uchu de Independencia es único, no admite
otros ingredientes secos. Es una roja y copiosa sopa servida con papas blancas
y bocadillos fritos de cebolla verde, zanahoria u otra hortaliza. Antes se preparaba
los rebozados con flor de ceibo, pero como este magnífico árbol ha ido
desapareciendo de los valles ya es cosa rarísima. Se imaginarán lo moroso que
era recoger del suelo cada florcilla, arrancar los pétalos y los estambres y
cocer en agua una y otra vez sus capas internas para quitarle el amargor antes
de rebozarlas en harina.
La preparación del ají es lo más tedioso del asunto,
pues comienza con el remojo de las vainas secas de ají colorado y posterior
molienda en batán hasta formar una pasta uniforme. Luego se procede a añadir
agua y caldo de vaca, y se hace hervir la mezcla por varias horas porque de lo
contrario sería muy dañino para la barriga,
aseguran los que saben. A intervalos se añade la phala (un preparado de harina negra de trigo) -y he ahí el secreto
artístico del cocinero, incluyendo otras especias-, poco a poco para evitar que
se formen grumos. Desde ya resulta agotador remover con el cucharón a ratos
para que el fondo no se pegue o queme. Para darle cierta consistencia se le
aumenta puñados de pan molido hasta dar con el espesor requerido. Aparte se
hace cocer la carne de res, chancho o pollo, según el gusto. Se sirve con
arvejas, papas blancas, perejil picado y el bocadillo frito de rigor bien
sumergido. A la mesa y a disfrutar. Yo me zampé dos sendos platazos; el segundo
recalentado al anochecer después de que la tarde se esfumó entre chuflays y evocación
de jugosas anécdotas palqueñas, en quechua; tal vez ya no lo hablo tan
fluidamente pero, ¡carajo!, cómo disfruto ese aire socarrón que tiene su fonética
(sigo pensando que el más sabroso legado de los incas es su lengua). Total,
pecar de glotón una vez al año no hace daño.