29 diciembre, 2014

3 El país de los más listos



A veces quisiera ser tan listo como ellos. Quisiera tener ese gen adicional que los impulsa a actuar con tanta valentía. Esa misma que les hace desafiar al sentido común casi siempre. Esa cualidad o esencia extraordinaria que los hace ciudadanos tan especiales, invulnerables y ajenos a conductas enmarcadas dentro de parámetros de mínima convivencia social. Rara inteligencia esa de comportarse con toda naturalidad sabiendo que se quebranta la ley. Reírse en las normas y reírse en los demás es cosa de cerebros privilegiados, ventaja que desafortunadamente algunos no alcanzamos a desarrollar. Bienvenidos al país de los ventajistas. Bienvenidos al país de la inconsciencia. 


Quisiera ser tan listo como esos transeúntes (demasiados) que todos los días desafían las leyes naturales y las leyes de tránsito para desarrollar ese singular instinto de esquivar coches en avenidas de alta velocidad. Se pasan de valientes cruzando justo debajo de una pasarela (fotos 2 y 3: en una ocasión vi al lado de esta misma pasarela a una joven madre con dos críos pequeños, uno en el brazo y el otro tomado de la mano, intentando cruzar esta peligrosísima avenida -de la Muerte, la llaman con justa razón - de seis carriles). Varias veces hice el experimento de comprobar quién llegaba antes a la otra orilla, yo subiendo a ritmo normal por la pasarela y ellos esperando para cruzar: llegábamos prácticamente igualados, con segundos de diferencia. Pero ya se sabe, ellos eran los capísimos  y yo el cojudo, como los pocos que usan estos pasos elevados.


Mujer arriesgando la vida y la de su hijo en la "avenida de la muerte"

Quisiera ser tan listo como los policías que llenan las aceras de su sede central con sus motos particulares para seguir estorbando el paso de los peatones. Espectáculo abusivo que se ve todos los días. Las grúas contratadas de la alcaldía recorren el casco urbano para cargarse a cuanta motocicleta esté parqueada en situación irregular pero extrañamente no tocan a las “herramientas de trabajo” de los señores policías. ¿O usted ve que alguna (salvo una) lleve un logotipo institucional? Pasa lo mismo con los autos privados de los jefes que frecuentemente están estacionados en el mismo sitio a pesar de la línea pintada de amarillo. Alguna vez se ha visto que les ponen grapas inmovilizadoras ante las cámaras de televisión pero no pasa de ser un show circense. 



Quisiera ser tan listo como ciertas embotelladoras que a mitad de semana usan y abusan de aceras y gran parte de la calzada de determinadas céntricas avenidas para convertirlas en una suerte de centros de distribución o almacenes al paso, sin que nadie le ponga coto al asunto. Gozan, incluso, del privilegio en una zona de estacionamiento tarifado, (fotos 5 y 6) para mayor extrañeza. Hay días que apenas dejan ancho para el paso de una persona durante horas, mientras los viandantes esquivan sus fardos y carritos. Lo mismo sucede con otras empresas distribuidoras. En los grandes mercados el caos es total, con carguío y descarguío en cualquier momento, incluso en horas punta. 



Quisiera ser tan listo como los conductores que dejan sus coches donde les dé su regalada gana. Se llevan la flor aquellos que los estacionan en plena esquina, incluso a pesar de que hay espacios más idóneos o seguros. Me consta que un arquitecto deja su camioneta todo el tiempo parqueada en frente de su oficina, importándole un comino que estorbe el paso de una encrucijada o punto ciego (foto 7). Y todo eso a apenas media cuadra de una oficina municipal que, olvidaba decir, son sus propios vehículos que están estacionados de idéntica manera. Ni hablar de los inconscientes que se estacionan invadiendo las aceras como si los caminantes no existieran. 



Quisiera ser tan listo como esos motociclistas y automovilistas que descubren que las líneas de cebra únicamente están de adorno, aunque estén recién pintadas les vale madre que algún peatón tenga que efectuar un rodeo a sus importantes máquinas para poder atravesar la calle. Uno se pregunta para qué carajos la municipalidad gasta tanta pintura si todos pisotean las normas de circulación como mejor les parezca. Claro, el ornato es lo que cuenta. Porque de lo contrario no llego a entender cómo es que algún creativo personaje o comité decidió poner unas vallas permanentes en la esquina de una escuela, supuestamente por seguridad,  pero cortando de seco la línea “segura” del paso para peatones. En fin, que uno quisiera ser tan listo como los innumerables tenderos que sacan hasta sus poltronas y otros cachivaches a la acera, como si fueran auténticos dueños de las calles. Todo el mundo buscando sacar ventaja, desde el comerciante ambulante de frutas hasta las grandes importadoras de maquinaria industrial que no tienen mayor pudor en exhibir la mercadería según su antojo. Y después nos consideramos un país que ha salido del hoyo, en la senda de la industrialización para mayor estupor o congoja. 


22 diciembre, 2014

4 Cochabamba, la Dubái del sur



Este increíble país no solo había sido modelo de referencia en lo que a grandes cambios sociales, económicos y políticos se vienen efectuando en el continente, cuyos ecos, se dice, que están llegando hasta los confines más recónditos del planeta. De todas partes llegan los especialistas y otros estudiosos internacionales para desentrañar los secretos de nuestro éxito. Importantes diarios mandan a sus corresponsales para investigar a fondo el milagro boliviano. Y lo que es más fenomenal aún es el maravilloso salto tecnológico que en menos de una década ha experimentado este espacio geográfico antaño calificado como uno de los más atrasados: hoy por hoy ya podemos codearnos con las potencias espaciales y poderosos planes nucleares asoman por el horizonte. Vamos a exportar energía, si es posible hasta la que se genera con los aplausos interminables. Tanta prosperidad y optimismo desbordante en los rostros bolivianos se deben al inconfundible liderazgo de Evo Morales, remarcan  a modo de conclusión. 

La bonanza capitaneada por Su Excelencia no sólo ha permitido a todos los bolivianos  amar a su patria como nunca, sino palpar por primera vez los beneficios y comodidades de los países desarrollados: Titilantes satélites velando nuestros sueños; teleféricos que nos transportan al cielo; Dakares que bendicen nuestra tierra; flamantes aviones, helicópteros y coches blindados que hacen que ya no sintamos más vergüenza; y quizá muy pronto trenes bala surcando entre las nubes, por el techo de la selva. De la autopista desarrollista no nos baja nadie.

Pero el impresionante boom económico y social de nuestros bienaventurados tiempos no quedaría completo sin el concurso de la arquitectura. En los proyectos urbanos descansan nuestros afanes civilizatorios. Magistralmente convertidos en urbanitas de última hora hemos empezado a adornar las principales urbes con lo más ambicioso y selecto de nuestra florida idiosincrasia. En nuestra Cochabamba, por ejemplo, derribamos sin mayor pena las viejas casonas, por feas, estorbantes y coloniales. La modernidad se ha devorado en poco tiempo la identidad de toda la ciudad. La verticalización se impone como moda y como salida a los precios exorbitantes de los terrenos, por otro lado. Es ahí donde los paisanos de la nueva prosperidad ponen en marcha sus grandes sueños de rascar el cielo. 

La bucólica ciudad de sauces y molles está desapareciendo. Brotan como hongos los chalets de los nuevos burgueses sobre los tocones y colinas. De colores más vertiginosos que la paleta del arcoíris. Los antiguos eucaliptos son reemplazados por bloques de aluminio y cristal. Galerías y malls son los nuevos encargos a los arquitectos paisajistas. Por todos lados aparecen nuevas estructuras, cada vez más ambiciosas y rompedoras. Los jeques y magnates del Golfo Pérsico se han quedado cortos en cuanto a imaginación, a pesar de todos los inagotables petrodólares para financiar sus ciudades futuristas. De una vez, podrían darse una vuelta por estos valles y tomar nota de cómo la estética ha cobrado nuevas dimensiones. Pasen la voz, no vaya a ser que estemos asistiendo al nacimiento de una nueva escuela arquitectónica, alguien deslizó por ahí el nombre de arquitectura chicha. Puede que el Renacimiento se haya quedado chico.

He aquí una pequeña muestra de esta edificante revolución urbanística:  







16 diciembre, 2014

4 Trenes rigurosamente abandonados


Cochabamba: lo que queda del ferrocarril hacia Oruro


A tres cuadras de casa pasa la línea del ferrocarril. Como si no existiera. Sabía que estaba ahí abajo pero nunca se me ocurrió darle una visita, ¿para qué? En las dos décadas que vivo de forma continua en esta ciudad jamás oí su pitido característico ni sus pesados ruidos rompiendo la monotonía del vecindario. No pasan ni trenes fantasmas. Los fierros yacen en el silencio más absoluto. 

Sé que hace muchísimos años hacían el trayecto hacia Oruro, nudo ferroviario del país, donde por fin pude ver algunas locomotoras en movimiento arrastrando viejos vagones entre calles céntricas. De chico, intuía que un tren era la mejor metáfora del progreso. Recuerdo que allá por el siglo 19, el presidente Aniceto Arce puso toda su fortuna para vincular centros mineros, ante la férrea oposición de políticos de la época. Al terminar un tramo muy dificultoso y ansiado, arruinado pero satisfecho habría dicho: “ahora podéis matarme, he cumplido mi misión”.

Hoy la sensación es inversa. Las locomotoras despintadas, la lentitud y pesadez de su desplazamiento, las estaciones descuidadas, los coches vagones desgastados, el mismo estado casi ruinoso de las vías simbolizan la evidente decadencia de este medio de transporte. En todo el país sólo operan comercialmente dos tramos principales: Santa Cruz –Puerto Suarez-Corumbá en el brazo oriental y Oruro-Potosí-Villazón-La Quiaca en el occidente sur. Hace poco vi por televisión un pintoresco ferrobús (micro transformado en un taller de El Alto) recorriendo el trayecto Viacha-Charaña hacia la frontera con Chile, que desde el tratado de paz de 1904 apenas ha operado por el descuido de nuestros gobiernos y la natural indiferencia chilena. Se ve muy señorial la estación de Arica, inaugurada para nuestros trenes, consumiéndose lentamente a merced de los elementos. 

En Cochabamba, la otrora coqueta estación central ha quedado atrapada entre mercados y mercaderes ansiosos de repartirse sus predios. Si no fuera por sus muros todo habría sido fagocitado. Aun así, los comerciantes no pierden la esperanza de invadirla algún día. Entretanto, los proyectos de reflotar el ferrocarril suman por montones: la última propuesta fue hace tres años cuando el ilustre senado plurinacional se vino a sesionar hasta la misma Llajta y luego de sesudas reflexiones resolvió otorgar sus acostumbrados “regalos” al departamento, uno de ellos era “Declarar prioridad nacional el diseño, construcción e implementación  del Sistema Integrado de Transporte Ferroviario Masivo en el departamento de Cochabamba”. De documentos solemnes están llenos los estantes, envejeciendo para convertirse en incunables pergaminos. Hasta la fecha no hemos visto ni un metro de tierra removida. Se sigue hablando de un tren metropolitano, con ramificaciones a los municipios del Valle Alto. Algún candidato que se habrá tomado un Redbull en vez de chicha, ha ido más allá: descubrió que la ciudad necesita urgentemente un tren subterráneo. 

Mientras esperamos que se pongan los primeros clavos del flamante tren a ninguna parte, los cochalas, abúlicos contemplamos cómo van desapareciendo los rieles antiguos en algunos trechos. La voracidad de las fundiciones alimenta el oportunismo de los mismos pobladores que saquean las pesadas traviesas. Aquellos tramos donde discurrían en medio de añosos eucaliptos, molles y sauces a la vera del rio, en ruta al poblado de Arque, ya son solo postales de una época que no vimos las nuevas generaciones. Pequeñas estaciones  afectadas por la herrumbre, junto a villorrios miserables en la trepada al altiplano, evocan poblados semiabandonados del viejo Oeste. Desolación con cierto encanto.

En contrapartida, los paceños todavía embriagados con sus recién estrenados “trenes al cielo” (teleféricos) que el caudillo más magnánimo de la Tierra les ha obsequiado, ahora sueñan con rutilantes “trenes bala” (sic) que su gobernador les ha prometido -con animaciones digitales incluidas- para los siguientes años. Sabe dios de dónde conseguirán los milloncitos para vincular de norte a sur (para potenciar las virtudes agrícolas de las poblaciones intermedias, se ha dicho) un territorio que es la mitad de Alemania. Tampoco han explicado cómo harán para salvar los profundos cañones, ríos y desfiladeros que caracterizan a la zona montañosa de Los Yungas, que a modo de ejemplo, únicamente para construir un tramo carretero de menos de 50 kilómetros estuvieron más de una década construyendo túneles, puentes y otras plataformas de complicada ingeniería con una carísima inversión que puso en peligro todo el proyecto. ¿Será que porque los trenes bala casi no tocan las vías, no importa, irán entre las nubes? Como sea, ya me imagino a muchos futuros viajeros, contemplando el imponente Illimani a la manera de los nipones y su Shinkanzen bordeando la serena belleza del monte Fuji. Ya se sabe, todos los sueños son en grande en este país de bonsái.

10 diciembre, 2014

6 Apuntes de un domingo peatonalizado


Entrada al aeropuerto: el paisaje era arruinado por el hedor del rio adjunto


Se cree que los cochabambinos están planeando solicitar a la Unesco que el fabuloso Día del Peatón y la Bicicleta sea declarado patrimonio cultural con todos los sellos correspondientes, no vaya a ser que otras ciudades extranjeras se quieran adueñar del invento -como viene ocurriendo con algunas danzas folclóricas-, muy original de paralizar la ciudad entera en desmedro de la economía, porque aseguran sus geniales impulsores que la madre tierra descansa durante estos domingos especiales, y que un pequeño gesto como este contribuye sobremanera a la descontaminación del planeta, aseguran con todo orgullo. Sin embargo, las autoridades verdolagas no pueden ocultar debajo de la alfombra las ‘basuritas’ que los caminantes y ciclistas generan durante estas jornadas: por lo menos veinte toneladas más que en un día normal, según el reporte de este último fin de semana. A este paso, los auténticos ecologistas serán los viejos verdes.

El último domingo, me vi particularmente afectado como seguramente otras personas. Por estas ideas tan frescas me convertí en peatón a la fuerza, siendo achicharrado por el sol por espacio de más de una hora, a pesar de la gorra y ropa ligera que portaba. El asfalto irrita los ojos, aun a las diez de la mañana con todo el cielo despejado y a pleno verano. En esas condiciones, cuántos caminantes se animan a tomar las calles, me pregunto, a pesar de estar despobladas de coches no había mayor interés de hacer uso de ellas, salvo los ciclistas, claro. Una jornada dominical que me hizo sudar más de la cuenta y volverme más negro, especialmente en los brazos. 

Planeaba partir en bicicleta hasta el aeropuerto. Llegaba uno de mis hermanos desde España, después de ocho años de ausencia. Habíamos acordado ir a recogerlo en la camioneta de mi primo pero no contábamos con la infeliz coincidencia. No había ni un mísero taxi que me llevara porque seguramente el único sindicato autorizado no daba abasto, como posteriormente corroboré. Se me pasó por la cabeza que si tomaba la bici no tendría dónde parquearla en el estacionamiento enfrente de la terminal ni tampoco me iban a dejar ingresar hasta la sala de espera. Ante la duda me tuve que resignar a llegar por propio pie. A vista de pájaro, mi apartamento no parece estar lejos del aeropuerto, según  pude divisar en el mapa antes de emprender la caminata. Al poco rato, ya en el trayecto, me di cuenta de que había que dar un rodeo largo por el puente Killmann y sin siquiera atravesarlo ya pude captar los aromas pestilentes del rio Rocha. Qué dirán los turistas que tienen que recorrer obligatoriamente la avenida que bordea el rio, rumbo a los hoteles lujosos de la zona norte. 

Así continuaba a marchas forzadas, siguiendo mi camino y ni siquiera había un árbol que hiciera sombra en las aceras. A lo sumo se divisaban algunos arbolillos de esos que se utilizan para setos recortados. El pútrido hedor del riachuelo calentado por el sol me perseguía a manera de compañía. Pude adelantar a una pareja de esposos de mediana edad que se esforzaba por llegar al lugar con su maleta de mano. Menos mal que un policía de moto se ofreció a llevarlos, aunque ya no estaban tan lejos. Como ellos, no sé cuántos pasajeros habrán tenido que pasar por las mismas penosas circunstancias, resultado de las abusivas y absurdas iniciativas de las autoridades que ni por asomo se preocupan por cubrir las contingencias derivadas. 

Llegué sin mayor novedad, más cabreado por el clima que por el cansancio. A metros de la casamata de ingreso observé un avión oxidándose a la intemperie entre gruesas ramas de molle, como único vestigio de la antigua aerolínea estatal LAB, convenientemente abandonada por el actual gobierno. Unos pasos más allá, hay un mascarón elevado con la figura de una cabina de avión, donde se puede leer “Centro internacional de entrenamiento aeronáutico” esculpido con letras plateadas porque supuestamente el aeropuerto Jorge Wilstermann iba a ser un referente en el tema en Sudamérica, pero el estado descuidado, ruinoso, del mascarón desmiente tal cosa. Como era lógico, existía muy poco movimiento en la terminal aérea. Los parqueos prácticamente vacíos. Más empleados de servicios aeroportuarios y dependientes de galerías, cafés y otros servicios relacionados que viajeros al acecho. En días normales tampoco es mayor la diferencia. El aire bucólico y provinciano del valle se siente hasta en sus vuelos. Y pensar que antes Cochabamba era el centro aeronáutico del país, o eso se decía.

Subí al mirador, aprovechando que todavía quedaban algunos minutos antes del arribo de las aeronaves según itinerario. Contemplé la pista y algunos aviones en tareas de repostaje o mantenimiento. No aterrizaba ni un mosquito en nuestro glorioso aeroparque “internacional” con terminal inaugurada hace pocos años. En Palma de Mallorca, con una población menor incluso, pasmado veía cómo en verano los aviones entraban y salían cada dos o tres minutos. Ni hablar de su gigantesca infraestructura aeroportuaria, con parqueos automáticos incluidos. Aquí presentaron dos mangas de abordaje- las únicas- y por poco arman una tremenda fiesta en su inauguración como si fuera el último grito de la moda. País de cándidos que se emocionan ante cualquier nuevo decorado.

Arribaron tres aeronaves, una tras otra. Ya me empezaba a impacientar porque mi hermano no aparecía entre los pasajeros que iban saliendo. Llegué a creer que probablemente no había tomado el vuelo de conexión en Santa Cruz.  Me llamaron desde casa, preocupados. Al final, pude divisar su espigada figura y el alivio me volvió al cuerpo. Arrastraba trabajosamente dos maletas grandes y una pequeña. Los ociosos empleados de Sabsa, que según me confesó pajareaban manipulando sus celulares, le respondieron tranquilamente que se habían acabado los carritos portamaletas que sobran en cualquier terminal. Y apenas estamos hablando del pasaje de tres aviones medianos a los que atender. Eso fue solo el comienzo de la absurda odisea.

Una vez afuera, quisimos tomar un taxi del sindicato que opera exclusivamente en el sitio. Ya esperaba un montón de gente queriendo abordar el suyo. Y no había señal de los dichosos coches, que a intervalos de cinco minutos aparecía alguno y sin siquiera estacionarse ya era perseguido por los ávidos pasajeros. Un quitoneo mayúsculo. Como serán de brutas las autoridades que no se les ocurrió extender el permiso de circulación a otras líneas de radiotaxis. Con toda razón, aquellos afortunados taxistas cobraban lo que querían y había que rogarles. Ni un solo policía atendiendo el caos. La sensación era de total abandono. Un viajero argentino muy bien vestido me confesó molesto que estaba esperando hace mucho el taxi que su hotel le había prometido enviar. Esta es la ley de la selva, añadió indignado. Sentí inmensa vergüenza ante la impotencia. Estuvimos lidiando con otros pasajeros alrededor de una hora. Finalmente tuve que rogar a una pareja de jóvenes que habían atrapado uno. El auto era pequeño, nos tuvimos que estrechar cinco personas. Por suerte nuestro domicilio estaba en el trayecto de ellos, de lo contrario el taxista nos hubiese cobrado un dineral y no el monto más o menos razonable que nos sacó. Con inquietante lentitud –por el recorrido atravesado de triciclos, patinetas y ciclistas- llegamos a destino, pasado el mediodía. La alegría inmensa de mi madre -todavía recuperándose de una trombosis-, de recibir a su hijo después de tanto tiempo, compensó con creces la bronca acumulada. La degustación de un charque crujiente, en familia, finalmente nos hizo olvidar el mal rato.



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