08 abril, 2011

0 La música como opio del alma o arma de seducción masiva

Hace mucho ya, cuando en un canal de televisión local, pasaban a la hora de la sobremesa pequeños cortometrajes de música clásica, tomados del canal japonés NHK. Yo era un chaval,  pero no hacía falta tener conocimientos musicales para disfrutar de todo aquello. Las imágenes bucólicas acompañaban la música de cada compositor y simultáneamente los subtítulos explicaban brevemente (a la japonesa) las motivaciones, inspiraciones y la vida de cada uno de ellos. Contemplar aquellos paisajes y escenas de las viejas ciudades europeas como Praga, Viena o Budapest, tenía un cariz tan nostálgico que uno deseaba que no se acabara nunca.

Quién- aunque suene a tópico- no ha sentido empatía o impulso de sumarse a la causa de William Wallace rebelde, en la película ‘Corazón Valiente’, desafiando la opresión inglesa, cuando se oía el patriótico clamor de las gaitas recreando la soledad y tristeza de las tierras escocesas. O la exquisita banda sonora de Nino Rotta, que le infundía un espíritu evocador a la obra maestra de Francis Ford Coppola, transportándonos como testigos privilegiados a los sueños de la Italia profunda. Sí, esa música es culpable de que yo siga visionando una y otra vez la historia de los Corleone con la asiduidad de un devoto que va a misa.

Hasta el alma más salvaje y recóndita es capaz de apaciguarse si oye los acordes de una melodía. No es casualidad que las misiones jesuíticas florecieran en la Sudamérica tropical, usando como arma de seducción la vía musical en la difícil tarea de evangelizar esas tierras. Esa obra, perdurable hasta hoy, se ve reflejada en el conocimiento de los descendientes guaraníes que aún conservan la habilidad para construir violines y otros instrumentos y mejor aún, se han conformado verdaderas orquestas de música barroca, que han llevado recientemente su música, incluso por el Viejo Mundo.

Si algo tiene la música, es el poder extraordinario de desarme espiritual, ese poder de seducción de hasta los espíritus más fríos que pueblan un auditorio. ¿Cómo explicar, la ovación auténtica de un público que oye a un intérprete aunque sea debutante, cantar con exquisitez y pericia una canción sin importar mucho el género musical? ¿O la histeria colectiva de un escenario en un concierto de rock?

Foto: www.boston.com/bigpicture

Se ha dicho repetidamente, que el ser humano es incapaz de resistirse ya desde el útero materno a la poderosa influencia de este género artístico. Ante su influjo cesan nuestras tribulaciones, nuestras miserias se tornan más llevaderas, o nos transporta a épocas jamás vividas o a situaciones de connotancia vaga o difusa en una suerte de adormecimiento espiritual.

La música tiene también ese poder, a veces peligroso, de avivar el sentimiento patrio, el de resaltar las diferencias sociales, culturales y económicas de una sociedad. Llegando incluso a ser malamente utilizada como propaganda por ciertos regímenes. Véase el caso Wagner, hasta hoy tabú en ciertos círculos, como si el compositor hubiera anticipado el nefasto uso de su obra.

La humanidad ha dado múltiples ejemplos de  su brutalidad intrínseca a lo largo de la historia.  Durante milenios de violencia, de destrucción mutua  y a pesar de toda su mezquindad, el hombre ha sido también capaz de sensibilizarse por todo lo que le rodea.  El arte de Orfeo es quizá junto a otras manifestaciones artísticas, la única certeza ‘palpable’ y esperanzadora de que el hombre, pese a todo, no vive en vano.

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